CON PERMISO DE JAIR DOMÍNGUEZ
Vivo en el Empordà desde hace veinte años, o sea que se podría decir que soy empordanés de facto. Para los más jóvenes soy un empordanés auténtico y, para los más viejos, soy un intruso de la ciudad que ha venido a corromper la tierra. Para el resto de España soy un separatista catalán. Y tienen razón: defenderé a muerte la idea de un Empordà independiente. Adoro a esta comarca. No quiero que cambie. Soy un reaccionario. Lo sé. No hace falta que me lo digais.
El
Empordà está lleno de locos y malparidos. Es cierto. No hay más ni
menos que en otros lugares, también hay que decirlo. El problema es
que en el Empordà se da por hecho que estamos todos locos y por eso
se nos trata de otra manera. Se ha repetido hasta la saciedad que el
viento de la Tramuntana nos trastoca. Pero los empordaneses tenemos
síndrome de Estocolmo con la Tramuntana: nos ha desconcertado tanto
que la amamos. No podríamos vivir sin ella. Creo que es debido a un
hecho simple: nos gusta ver como la sufren los que vienen de fuera.
No
es de extrañar que millonarios y famosos de todo tipo busquen
refugio en estas tierras: aquí no damos importancia a nada. Dejamos
que todo fluya. Es una especie de zen empordanés que entronca
directamente con el budismo más ortodoxo. Sabes que has llegado al
Empordà porque la puesta de sol tiñe el cielo de colores imposibles
y porque nadie parece darle demasiada importancia.
Hablo
de colores y del cielo, claro. No lo puedo evitar. La luz del
Empordà es única. Parece que tenga director de fotografía propio.
Hay tardes -supongo que es debido a mis raíces de urbanita- que me
quedo sentado admirando el cielo, simplemente, incapaz de articular
palabra, como un patético Stendhal, inmóvil mientras el mundo
avanza inexorablemente. Ese cielo incandescente de color rosa. No
intentes fotografiarlo. No hay ningún filtro en Instagram que pueda
superar la realidad.
El
Empordà es una tierra de gente extraordinaria; de la misma manera
que su paisaje y su luz son únicos, la gente que por aquí deambula
también lo son. Esta tierra ha dado prohombres solo a la altura de
los decorados que los vieron nacer, y por eso nos halaga tanto el
gentilicio "empordanés", una denominación de origen que
va más allá del concepto de catalanidad. El empordanés va por
libre. He llegado a la conclusión de que los empordaneses no son
personas, son personajes. Protagonistas de una novela épica que se
escribe a diario y en la que no pasa absolutamente nada.
Si
el empordanés no fuera tímido, esta comarca estaría llena de
genios. De hecho, lo esta. Pero permanecen todos en casa, esquivando
el ojo forastero, disfrutando de la calma genuina de esta tierra.
Demos gracias a Dios. O a quien sea...